El viernes salí. Una noche con muchas cosas: mucha cena, mucho vino, mucha cerveza, muchas copas en Incógnito y mucho andar. Y una despedida de una amiga que ha sido mi compañera de despacho durante casi dos años.
(Dale al play del video y sigue leyendo...)
A las cuatro de la mañana, con las manos en los bolsillos y un nudo en la garganta me encaminé hacia casa. Casi cuarenta minutos hasta mi cama, que andé con mucho gusto. Hacía siglos que no hacía ese camino a pie. En este invierno porque el frío y la lluvia no invita. En verano porque no estaba de humor.
En mis primeros meses lisboetas casi todas las semanas lo hacía una o dos veces. Eran los sábados de quedar con mi Martiiiineeees para tomarnos unos copos en el Bairro Alto. Y ha llovido mucho desde entonces. Y sobre todo, ha llovido mucho desde la primera vez que hice ese camino.
Fue un viernes en el que andaba desesperado a la búsqueda de piso. Atravesé Lisboa en medio de una confusión de tráfico y llegué corriendo a Alcântara. Pasé por primera vez bajo el puente (durante semanas no podía evitar mirar hacia arriba cada vez que pasaba bajo aquél puente, como si fuera a caerse de un momento a otro). Vi el piso y no me convencía. Demasiado pequeño, demasiado cerca del puente, no conocía el barrio (en realidad no conocía ninguno...), está tan lejos de la zona moderna (¿a quién le interesa la "zona moderna" de Lisboa?)...
Decidí dejar el coche allí aparcado y explorar la zona. En realidad, lo que hice fue irme andando desde el piso hasta el Chiado. Aquella noche las calles me parecieron oscuras, sucias, no sabía si inseguras o no, no veía a mucha gente por la calle. Había muchos edificios viejos, destartalados, muchos edificios en recuperación, muchos callejones y muchos bares de barrio. Lo reconozco, estaba mentalmente bloqueado, sólo buscaba excusas para sentirme desubicado y volverme a Murcia...
Pero fue pasando el tiempo, y empecé a mirar Lisboa con otros ojos y con menos prejuicios. Empecé a ver la belleza de la simpleza de sus edificios, de los azulejos, de las sábanas blancas colgadas en las ventanas, de las señoras arrugadas asomadas a la ventana, del olor a sardinha assada y a frango no churrasco. El encanto de los bares de barrio, con la ementa en la puerta y el género expuesto (a veces incluso vivo) en la vitrina. De los colores vivos de las fachadas restauradas y, sobre todo, de los colores muertos, apagados de las fachadas viejas, enmohecidas y sucias de contaminación. De sus faroles amarillentos, De sus eléctricos, con niños colgados de la parte de atrás. Me acostumbré a los arrumadores, a aparcar en cuesta, y a conducir a la portuguesa (ahora incluso suelto algún foda-se! o un cabrao! cuando voy al volante.) Me acostumbré a mirar al suelo buscando el adoquín suelto, y a mirar al horizonte en cada miradouro. Me acostumbré a callejear sin rumbo, porque en cada callejuela te encuentras un mundo. ¿No te apetece una SuperBock?
Y entonces me dí cuenta de que me había enamorado irremediablemete de esta ciudad.
PS: Llevo desde enero con mucho trabajo... y voy a seguir así hasta al menos mayo, así que este blog va a volver a entrar en modo intermitente...
Y entonces me dí cuenta de que me había enamorado irremediablemete de esta ciudad.
PS: Llevo desde enero con mucho trabajo... y voy a seguir así hasta al menos mayo, así que este blog va a volver a entrar en modo intermitente...